martes, 28 de julio de 2015

Papá no conocía el mar



Ir a la playa jamás ha estado en mi lista de cosas imprescindibles; las tres o cuatro veces que he ido he disfrutado más asolearme leyendo que meterme al mar; hay, inclusive, un par de fotos donde puede verse cómo las olas me juegan una mala broma: no sé nadar. Sin embargo, cuando mi hermano sugirió que fuésemos a la playa de La Pesca, en Soto la Marina, no opuse resistencia; tal vez porque no creí que su sugerencia fuese tomada en cuenta por mis padres; pero papá fue el primero en decir que él conocía una ruta que nos llevaría hasta ahí en menos de 3 horas. Yo seguí sin creerlo y sin dar mucha importancia a su conversación, pero también sin negarme. Toda esa incredulidad de mi parte viene del hecho de que jamás habíamos ido de vacaciones en familia. La filosofía de mis padres siempre ha sido la de que nunca hay tiempo libre y que todo el tiempo hay ocupaciones que no pueden postergarse; muchas veces he deseado ser un poco como ellos: trabajadora y disciplinada; pero he de confesar que mi fuerte siempre ha sido la procrastinación y no la disciplina. Esta idea de mis padres como dos seres que aman trabajar sin descanso no me dejaba creer en que de verdad mi hermano y papá estaban planeando un viaje al día siguiente; pero de pronto, vino a mi mente una pregunta: "¿Papá conoce el mar?" Y resulta que no, papá no conocía el mar. "De lejos", fue su respuesta, y de inmediato al escucharla me uní a los planes y a la emoción por algo totalmente nuevo en la familia: ir a un lugar nosotros cuatro sólo por placer y diversión.
Ahora que lo pienso todas esas horas previas al viaje me sentí como cuando de niña algo me emocionaba y no me dejaba dormir bien; inclusive el dolor en el centro de mi estómago era el mismo de aquellos años.
Y ahí estábamos al día siguiente, metiendo cosas en el carro, sonrientes y de buen humor, incluso sin sueño a pesar de haber madrugado para evitar el sol de verano. Papá es un hombre reservado que muy pocas veces expresa sus emociones; un hombre de muy pocas palabras, por eso para mí era fácil interpretar su emoción por el viaje al escucharlo conversar durante la mayor parte del recorrido; hablando de la casa de José de Escandón, ahora convertida en museo, cuando pasamos por Jiménez; de las veces que hizo el recorrido hasta Abasolo a caballo y del Río Soto la Marina en el que desembarcó Francisco Javier Mina; contando de vez en cuando el número de kilómetros que faltaban para llegar a nuestro destino. Mamá, quien nunca había había viajado por esas carreteras, no dejaba de sorprenderse ante el paisaje y todo lo que ese verdor debía representar para la ganadería y para las personas que vivían de ella; fue ella la única que vio el letrero que decía "Soto la Marina" lo cual impidió que nos perdiéramos y la que organizó, como siempre, todos nuestros movimientos. 
El viaje de ida me resultó bastante largo, porque no confiaba mucho en que estuviésemos siguiendo la ruta correcta, planeaba dormir, pero de nuevo ese vacío en el estómago debido a la emoción no me dejaba cerrar los ojos. 
Y casi tres horas después ahí estábamos, a las 10:45 de la mañana, sintiendo el bochorno y escuchando el sonido del mar. Podría decir incluso, que esa fue la primera vez que experimenté una alegría total al sentir la brisa y al ver las olas reproducirse una tras otra.
Todo estos años pensé que la imagen que siempre estaría en mi cabeza sería la de mis padres trabajando todo el tiempo y siendo felices con ese trabajo; pero ahora sé que la imagen que jamás olvidaré será la de papá mirando al horizonte y la de mamá venciendo el miedo a la imagen inmensa del mar. Ese fue uno de los momentos más felices de mi vida, de nuestra vida.
El regreso nos dejó la promesa de volver muy pronto y de visitar otros lugares; el regreso nos dejó sin duda uno de los mejores recuerdos en familia y una gran sonrisa.