jueves, 1 de septiembre de 2011

El retrato de Dorian Gray, ella y la lluvia.

Antier que tuve ganas de leer a Oscar Wilde, de leer "El retrato de Dorian Grey", para ser más precisos, al dar un vistazo rápido a mi librero sentí un estremecimiento al no ver el libro por ningún lado, después de unos minutos lo encontré, pero no quise tocarlo, no quise abrir cosas ya cerradas, al menos no esa mañana; observé por un par de minutos la edición barata y maltratada, manchada por los estragos que un vaso de agua dejó en ella y recordé el momento en el que lo compré hace ocho años, por un precio que hoy no alcanzaría ni para una revista amarillista, y todo lo que viví con ese libro en la mano. 
Es extraña la manera en que justo en agosto sintiera la necesidad de volver a leerlo, digo extraño porque fue en agosto de hace ocho años cuando lo leí por primera vez; el mismo agosto en que murió mi abuela paterna; un 13 de agosto del 2003. Es extraño también que en casa nadie haya mencionado la fecha, ni que nadie la haya recordado hasta una semana después, es extraño porque jamás nos olvidamos de ella, de mi abuela, la mujer de la que tuve que separarme temporalmente un agosto del 1996, para irme a estudiar a otra parte, una mujer a la que sólo volví a ver los fines de semana y las vacaciones los restantes siete años de su vida. A pesar de esa separación jamás olvido que mi infancia estuvo marcada por ella y por todas las tardes que pasamos juntas; no es raro escucharme decir que sí soy reservada emocionalmente es quizá porque me parezco a ella: "Jamás nos dijimos te quiero, pero nuestro amor es algo que no está en duda", suelo decir; y es cierto, mi abuela no fue una persona afectuosa, pero jamás me hizo falta ninguna demostración de afecto de su parte; creo que para mí siempre fueron suficientes las tardes de verano comiendo galletas maravillas o pan crema con una coca cola de medio litro puesta a enfriar en la pileta (no existía luz eléctrica en el lugar en el que crecí) o las tardes de invierno tomando café de olla con más y más galletas; o los fines de semana, años después, en los que le ayudaba a hacer 'chongos' (hielitos, gelatinas) de agua de sabor o de chocolate o palomitas para vender en la tiendita en la que también pasé muchas tardes de mi infancia o los inviernos que pasamos las tardes durmiendo juntas o frente a la chimenea para mitigar el frío que a ambas siempre nos paralizó; en fin, podría pasarme la tarde entera hablando de todo lo que significó mi abuela para mí, pero creo que jamás terminaría; que jamás podría dejar de hablar de ella; así como jamás dejo de pensarla.
Antier no quise abrir "El retrato de Dorian Gray", al menos no esa edición que un 11 de agosto de 2003 se empapó con el vaso de agua que era de ella, agua que no podía beber ya; al menos no esa edición que terminé de leer un 14 de agosto de 2003, mientras llovía a raudales, cuando regresé del panteón.
Ese agosto de hace ocho años la lluvia se llevó muchas cosas, empezó un 11 de agosto en el que llegué a la Central de autobuses desde la universidad y en el que no me puse ropa seca hasta 3 horas después que llegué a mi rancho. Ese día no lo sabía, pero los días de agosto, especialmente los de lluvia, me faltaría algo, alguien; lo que tampoco sabía era que ese alguien con el paso de los años se iría aferrando más y más a mi corazón y que la lluvia, agosto y Dorian Gray más que tristeza me traerían la certeza de que hay recuerdos imborrables.